miércoles, 15 de diciembre de 2010

Silencio de luz

Él entra al museo. Le gustan las luces. Mejor, le fascinan las luces. Se fija, nada más llegar, en la gran cascada de luminosos instaladas en una sala. Recibe información de una guía que la exposición empieza por una videoinstalación al fondo de la galería y que tiene que aguardar a que la luz de la sala se ponga verde para que él pase. Obsesionado, sólo es capaz de mirar las luces desde el pasillo. Se acerca a ellas, se detiene un minuto admirando la instalación. Siente el calor de los fluorescentes. Camina hacía la sala indicada. Y una vez en la puerta, todavía piensa en las luces. Un fino hilo de leds se pone verde a la entrada de la sala y él pasa. Sólo. Se concentra en la contrastante oscuridad de la cámara. Empieza el vídeo. Lee atentamente la historia de Kevin Carter, punto a punto. Muchas sensaciones le visitan, pero el impacto del flash es único. Le deslumbra y le permite, paulatinamente, volver a ver la polémica foto de la niña famélica. Una vez terminado el vídeo, él se retira de la sala, camina hacía la salida, no sin antes admirar otra vez e incluso sacar una foto de las luces deslumbrantes. En la calle, su única ofuscación es: “creo que por aquí había un restaurante japonés estupendo…”

En mi opinión, visitar galerías y observar la gente de su interior es un objeto de estudio admirable y consolador para uno mismo para entender la sociedad y el arte.

En este caso que se presenta en la Galería Oliva Arauna, es necesario señalar la coexistencia de silencio y luz, y reconocer, en este último punto, sus diferentes formatos: la luz que ciega, la luz que incita, la luz que asusta y la luz que, por fin, registra. Eso quiere Alfredo Jaar: explicar que la apertura del obturador es más que plasmar una imagen. Es muchas veces silencio.

La exposición recuerda a Kevin, [pausa] Kevin Carter, hombre y fotógrafo. Sí, señores, un minuto de silencio por esta persona que enfrentó lo más duro de una sociedad en su limite y sobrevivió muchas veces a todo lo que le rodeaba y sobretodo, a él mismo. Un día fue capaz de asustar a un buitre y darnos un flash en toda la cara, revelando una imagen impactante de una criatura, casi sin luz, luchando, como él, contra todas las adversidades del mundo. Pero no fue más capaz de recordar sus alegrías, que según él mismo eran menores que su dolor., sobre todo tras tantas polémicas hacía la responsabilidad que tiene un contador de historias en salvar vidas.

Al otro lado de la galería, Jaar nos presenta “Three Women”, tres pequeñas fotos de tres mujeres, activistas y luchadoras por los derechos humanos en India, Burma y Mozambique, verdaderas salvadoras de vidas, en representación proporcional a la importancia que los medios de comunicación dan a estas noticias. La obra tiene todo el sentido unida a la videoinstalación y al pasillo que ofusca y separa una sala de la otra.

Es válido recordar que Jaar también es fotógrafo de denuncia social y, como Carter, enfrentó una dura depresión tras su paso por Ruanda en 1994. En este viaje plasmó el horror del genocidio con más de 3.000 fotografías, que según él, no estábamos preparados para verlas, porque se ha perdido la capacidad de conmoverse. Es lo que reafirma con esta exposición. El horror es más ameno si nos entretenemos con lo que brilla y polemiza a su alrededor. Jaar también es un transmisor de hechos y no busca un ajuste de cuentas con su conciencia. Sólo intenta educar la mirada de una manera más humana, aunque haya muchos focos iluminando diferentes opiniones.

Monalisa Rigo Sánchez

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