miércoles, 15 de diciembre de 2010

The consciousness wash-machine

Elisa Rodríguez M.

Alfredo, Alfredo, Alfredo Jaar. Impecable instalación: “The sound of silence”.

Después de ser convenientemente ungido por la Gran Luz y adoctrinado por el castrense “rojo, 3, 2, 1, verde, ahora!” se interna el espectador (ya a sabiendas de que pisa un terreno no-propio) en la oscuridad, que presiente, que conoce el artificio pero ignora el momento de la sorpresa. Entonces se le da el medio minuto justo para escuchar el espacio austero y adivinar la pantalla, acechar en pose mental depredadora la imagen que vendrá.

La imagen que no llega, porque en su lugar hay frases y parpadeos agonizantes y entre unas y otros dan minuciosa cuenta de la historia lamentable y cotidiana de un individuo, uno de tantos suicidas fracasados, disc jockeys sin empleo, un obligado más a militar en causas aborrecidas. El individuo que compartía con Mike Wells o Héctor Rondón el vicio de estar, ver y mostrar.

Y entonces llega el turno para empatizar con ese desconocido, 3, 2, 1...

Cuando la lástima ha anegado el corazón al sujeto, se le plantea el dilema de la negación del ser, de la anulación de la vocación, en pos del “do the rigth thing”, como si tal utopía fuera posible. Si la niña exhalaba su último aliento o si estaba defecando es irrelevante, el demonio al que había que espantar era el buitre y así salvar el mundo (está claro), llevando en los brazos esos poquitos kilos de miseria a que murieran fuera del lente, lejos de la mirada bidimensional de aquellos virtuosos personajes que, para cumplir con su loable misión matutina, llamaron indignados a preguntar al New York Times por la suerte de aquel infante, que de no haber sido por Kevin Carter ni se sabría que era de sexo femenino.

Luego el Pulitzer y el suicidio, esta vez eficaz.

El espectador cavila sobre la nota póstuma sin ser informado de que hacía unos días había muerto en su ley otro miembro del Bang-Bang Club, el mejor amigo de Kevin, Kevin… y ya ha olvidado que será sorprendido cuando lo es.

Y aunque con los ojos heridos por el fogonazo, morbosamente desea más segundos de imagen.

Después todo se sucede como en una cascada, de la fiducia de la hija de Carter a Bill Gates, con un efecto sutilmente vertiginoso de aceleración de las últimas frases, para que al salir nuevamente a la luz mundana pueda rumiarse el final, permitir al espectador flagelarse por dar aun menos importancia al manejo económico de la foto, que es donde “debe” sentirse la verdadera “culpa”.

Puede ser que el espectador salga totalmente decidido a aportar 15 euros mensuales (para siempre) a Intermon Oxfam, puede que sólo se seque las lágrimas y después de comentar la historia a su pareja lo olvide. Puede que llegue a cuestionarse si es Jaar buitre de Carter, o puede simplemente recordar que odia a Simon and Garfunkel.

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