viernes, 31 de diciembre de 2010

ATLAS. Aby Waburg.

ATLAS. Un viaje alucinante.

Diego Pita Puértolas.

Como muchos otros grandes pensadores, filósofos o escritores, Aby Waburg (1866-1929) acabó sus días en un sanatorio, aquejado de una enfermedad mental. ATLAS es su legado, su último trabajo, su testamento elaborado en plena locura.

Un inmenso y aparentemente caótico cajón desastre de imágenes, recortes, libros, fotografías y demás objetos. Una suerte de colección histórica artística que parece evocar el ajuar funerario de un Faraón egipcio. El ajuar de un Faraón desconocido o no tan popular como otros.

Aby Waburg es un maestro de maestros. Discípulo suyo es Ertnest Gombrich, sus ideas sobre el Renacimiento fueron recogidas por Panofsky, es el precursor del Iconic turn de los años ochenta y es el fundador del Warburg Institute.

Sus aportaciones a la Historia del Arte resultan ingentes y han permanecido injustamente en un segundo plano hasta hace una veintena de años. Walter Benjamín le llamaba el “Seigneur de los sabios”. Didi-Huberman afirma que Aby Warburg era un historiador al borde del abismo.

Visitar la exposición que se exhibe en el Museo Reina Sofía supone un paseo por la arqueología de la memoria de este singular historiador del Arte alemán. Mientras de atraviesan las diferentes salas se tiene la sensación de estar dentro de la mente y de los recuerdos de una persona.

Es un viaje alucinante, como la película de ciencia ficción de los años sesenta titulada Fantastic Voyage(1966) interpretada por Stephen Boyd y Raquel Welch. Una interesante e irregular película de serie B basada en un relato de Isaac Asimov sobre un submarino diminuto pilotado por una tripulación liliputiense que navega dentro del cuerpo de un hombre agonizante en busca de un secreto crucial de la Guerra Fría.

El visitante de ATLAS se siente como un miembro de esa peculiar tripulación. Navega por un mundo ya extinto, pero que cobra vida a medida que se adentra en él.

Se suceden, a modo de retazos o retales, trabajos y bocetos de artistas como Bertold Brecht, Man Ray, Brassai, Max Ernest, Giacometti, Josef Albers, László Moholy-Nasy, Georg Grosz, Jean Luc Godard, Paul Klee o Ernesto de Martino, por citar algunos.

No son, en su mayoría, obras terminadas, ni siquiera obras conocidas de ninguno de estos artistas. Son apuntes, anotaciones, borradores inconclusos de obras que quizá nunca vieron la luz. Esa sensación de provisionalidad, de continuo cambio y mágica mutación es parte del espíritu original de ATLAS. Nace de la rebeldía de Aby Waburg, de su rechazo al dogmatismo de la Historia del Arte estetizante, de su anhelo por encontrar los lazos de unión entre las sucesivas expresiones artísticas de la humanidad, de sus estudios astrológicos y su curiosidad por el simbolismo en las deidades antiguas.

Este inmenso y vano esfuerzo se funde con su propia introspección personal, con la búsqueda de las claves de su imaginario personal. No es casual que este proyecto coincida con el final de su existencia y cuando una enfermedad mental amenazaba con teñir de oscuridad su lúcida mente.

De alguna manera, la construcción y el diseño de este mapa gigantesco es un último y desesperado intento de encontrar una solución, una guía que le recordase a su autor quién era, quién había sido antes de ser presa de la esquizofrenia.

Trágicamente metafórico, resulta el Mapa Vacío del ejemplar que se exhibe en ATLAS de La Caza del Carabón de Lewis Carroll. En el fragmento de este poema paródico que contemplamos a través de una urna de cristal podemos leer que la tripulación del barco queda totalmente estupefacta al comprobar que el Capitán en el que todos confiaban cuenta con un mapa vacío como única referencia cartográfico y que para cruzar el Océano tan sólo piensa hacer sonar una campana.

Aby Warburg también debió sentirse traicionado por su Capitán, pero su legado es emocionante, turbador. ATLAS es un viaje alucinante a la mente de una de las personalidades más fascinantes y conmovedoras del siglo pasado.

martes, 28 de diciembre de 2010

ATLAS: LA HISTORIA EN IMÁGENES

Remedios Rodríguez Cruz

Desde 1924, el historiador de arte alemán, Aby Warburg emprendió la difícil tarea de recopilar en imágenes la reciente historia de la civilización occidental, dando lugar a una extensa obra que no consiguió acabar debido a su muerte, en 1929.
Ahora tenemos la posibilidad de contemplar en el Museo de arte Reina Sofía el producto de tal recopilación: una descomposición de nuestra historia reciente que Georges Didi- Huberman, comisario y responsable de la muestra, propone en torno al ambicioso proyecto de Warburg con el fin de dar a conocer su importante labor de investigación sobre las imágenes y su manera de comprenderlas, que tanto ha influido en la historia del arte.

El visitante, asaltado por un bombardeo de imágenes heterogéneas, viaja de la mano de Warburg por distintos momentos de la historia, desde 1914 hasta nuestros días. Sin orden alguno y de forma inconexa, las imágenes, que adoptan todo tipo de soportes, se convierten en testigos de nuestra historia:
La guerra, los conflictos sociales, las injusticias, la política…todo se convierte en imágenes para contextualizar los momentos más importantes vividos en nuestro presente histórico.
La exposición viene a ser un enorme archivo organizado, o más bien desorganizado, que nos recuerda la saturación de imágenes que vivimos en nuestro tiempo.

Distribuída en veinte espacios, Atlas, ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? pretende ser una revolucionaria visión de la historia del arte, expuesta de un modo desordenado y sin relación cronológica, rompiendo con las estrictas normas impuestas por la academia de arte. La anarquía que prima en la exposición de imágenes responde a la concepción de Warburg sobre la interpretación de las mismas, sobre el importante papel que juegan en la construcción del conocimiento según su disposición y la relación que se establece entre ellas.
Así, nos presenta retazos de la historia que conforman nuestra cultura, entre los que encontramos desde grabados hasta postales, sellos y notas de escritores o filósofos, como símbolos y huellas, todos ellos, del paso del tiempo.
Las obras pertenecientes a las distintas artes se nos muestran unas junto a otras, mezcladas, sin distinción, ofreciendo un trato de igualdad a todas ellas. No solo aparecen combinadas las distintas artes, sino que la obra de unas y otras “dialogan” entre sí y éstas a su vez mantienen un “diálogo” con el espectador.
La memoria consciente o inconsciente del espectador es la que pone un orden a este caos propuesto por Warburg, pues si la historia fuera expuesta con un orden que explicara sus conexiones, estaríamos ante una historia sesgada y subjetiva, por tanto es nuestra labor recomponerla. Warburg no busca dar un único sentido a las imágenes, sino ofrecerlas de modo que su visionado de lugar a una inagotable interpretación de la iconografía, ofreciéndonos un sinfín de temas, sin darnos ninguna instrucción para su lectura, invitándonos a llegar al conocimiento desde la imaginación.
Es en el montaje, basado en la combinación de elementos distintos, donde radica la valiosa aportación de Warburg a la historia del arte moderno.

El fin de la exposición no es presentar grandes obras de arte sino que se muestran obras menores (siempre vinculadas a diferentes momentos históricos) de grandes artistas contemporáneos, cuyo papel es el de plasmar en imágenes la realidad de su tiempo, dejando un testimonio de la historia.

El titulo que da nombre a esta recopilación tiene su origen en la mitología griega: Atlas fue un titán castigado por querer quitar a los dioses su poder para dárselo a los hombres, por lo que tuvo que cargar con el peso de la bóveda celeste, carga que le brindó un gran conocimiento y sabiduría.
Warburg crea su propio Atlas de la historia en el que, a diferencia de aquél que agrupa conceptos de una misma temática, en éste elementos dispares comparten el mismo escenario.
Con él consigue un reto que resultaba impensable: resumir el mundo y su reciente historia en imágenes, donde la palabra apenas tiene cabida.

El montaje semántico de la memoria

Irene Galicia del Olmo

Unas tras otras, las imágenes van construyendo el tiempo y el espacio. Unas tras otras se van haciendo a sí mismas continuando sus tiempos y acciones.
Según Italo Calvino, el hombre del siglo XXI, superado el alfabeto, se comunica mediante imágenes.
Y esto se logra a través del uso de un lenguaje determinado. Este lenguaje, como cualquier otro, tiene su propia estructura, su propio esqueleto. El historiador de arte alemán Aby Warburg, recopila, a modo de montaje, un recorrido por la historia de las imágenes, un titánico collage de conceptos que nos transportan a otros mundos, un viaje a lo largo de todo un siglo a través de su testimonio documental.

El arte del siglo XX, según Borriaud, es una arte del montaje y del recorte.
Así, Tijeras y pegamento en mano, Warburg no coloca las obras en sus paneles por capricho, sino obedeciendo a un léxico de interrelaciones que sirven para comprender toda transformación histórica. Reúne esa idea fotográfica de captar el instante, recuperando tantos instantes como cosas hay en el mundo. Por eso en su Mnemosyne, Warburg lleva a cuestas la historia natural, política, artística, filosófica... Es más bien un anti atlas - o el atlas total, según como se mire-, en el sentido de que lo abarca todo, no es monotemático, no deja ningún tema fuera, lo contiene todo: Contiene la memoria de la humanidad. Warburg, estaba convencido que "se pueden escuchar voces articuladas incluso en documentos de escasa importancia".
Así, bajo su método, la imagen se exhibe y descubre como una superposición simbólica de contenidos, que se encuentran siempre en movimiento respecto al presente del sujeto histórico, pero que es también portadora de los significados que permanecen en nuestra memoria colectiva, formando un mapamundi de procedimientos e ideas.

Warburg desarrolla sus investigaciones bajo la influencia de Hermann Usener, que estableció relaciones entre las prácticas de la religiosidad primitiva y las nuevas materias humanistas como la antropología y la psicología, por tanto, no es de extrañar que su apertura e interés hacia todo tipo de disciplinas fuera absoluto.
Del historiador Karl Lamprecht, recogió su psicología de los fenómenos históricos basada en la teoría de la evolución y que lo llevaron a reparar en elementos como el movimiento y la gestualidad de las esculturas clásicas, aspectos generalmente descartados por la historiografía del arte de la antigüedad.

El sistema de Warburg tiene relación con La obra de los pasajes de Benjamin. Hannah Arendt destaca además la pasión de Walter Benjamin por coleccionar toda clase de objetos. Así, siguiendo con las ideas desarrolladas por Benjamin sobre montaje literario, y en un momento en que la base de todo lenguaje es el novedoso uso del montaje (cine, collage, literatura), crea un sistema de paralelismos (retóricos y simbólicos), que, al modo del Ulyses de Joyce, y su monólogo interior, trata de estudiar la vida de las imágenes: La pathosformeln o fórmula de lo patético: "mecanismos sensibles aptos para evocar, en un discurrir opuesto al del procedimiento habitual de la memoria[...] el recuerdo de experiencias primarias de la humanidad", como lo define el historiador del arte José Emilio Burucúa.
Esta vida de las imágenes no es sino una tentativa y una inquietud por estudiar la continuidad de ciertos elementos accesorios de una imagen, junto a los gestos que expresan “emociones intensificadas”.

Lo interesante es que lleva a cabo una radiografía de los procesos de creación. Ya hemos visto muchas veces el resultado, pero el ser humano es curioso por naturaleza y quiere ir más allá. Quiere comprender el truco de magia. Aby Warburg nos permite ver el desarrollo, la evolución. Lo que ocurre entre bastidores antes de salir a escena: en definitiva, los secretos.
Recompone un puzle de pedazos perdidos con el afán y la premura de un coleccionista que quiere encontrar sentido a la vida. Y como buen montador reúne los fragmentos en un orden que otorgue un significado a los acontecimientos universales.

Al recomponer este rompecabezas, Warburg se convierte en el Atlas contemporáneo, que adquiere el conocimiento del mundo a través de su carga. Llevando el mundo a cuestas, se transforma en investigador independiente, sabio y recopilador, dando finalmente lugar a la enciclopedia universal de la memoria.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Astros e Hígados

Elisa Rodríguez M.

Que se aleje del experimento Atlas (modestamente llamado exposición), quien no se atreva a dejar un buen par de horas a sus neuronas jugar a la sinapsis orgiástica que invoca tal desparrame de imágenes.

El valiente que entre en esa Casa de Asterión, no verá defraudadas sus expectativas de placer ni de conocimiento, porque la creación de Warburg ha abierto un camino de saber y de gozo paralelos que, como todo lo delicioso de la vida, tiene trampa. En el caso de Atlas, el riesgo es que al abandonarla no se esté tan ligero como al entrar, si no que inverosímil e invisible, se lleve sobre los hombros un fardo que hubiera hecho tambalearse al mismísimo Handlanger de Sandler.

Atlas es un espacio-tiempo pleno de contrastes que obligan a abandonar la indiferencia cotidiana y a proponer vínculos. La sociedad está inmersa en imágenes que impactan en mayor, menor o nula medida. La saturación va anestesiando al individuo poco a poco y la lucha contra la pérdida total de la conciencia lo deja con una sed de violencia visual que va in-crescendo.

El bombardeo de formas es tan constante como perecedero su efecto, en una vida veloz cada sensación debe dar paso a otra nueva sensación ¡rápido!

Pero:

La precocción de las ideas ha atrofiado la capacidad de imaginar. La dialéctica de las imágenes puede parecerse a priori a una charla en arameo y el individuo es incapaz de asociar creativamente a primera vista, porque busca el esquema establecido y se lo han cambiado de góndola en el hipermercado. ¿El Klee del Angelus Novus coleccionaba florecitas? es necesario un ejercicio de vaciado de vivencias para poder leer sin idioma, para sentir el vértigo de esa vista de pájaro a la mesa del creador, justo un segundo antes de que amontone en un rincón las fotos del billete retorcido de autobús, el pan estilo moderno y el ornamento involuntario de dentífrico, para poner encima de la superficie una bandeja con su desayuno.

Ese hurto del instante obliga a preguntarse por los vínculos recónditos que Brassaï trazaba entre las Esculturas Involuntarias, como trata el incauto de apropiarse de la visión del tarot antes de que Madame Leonie vuelva a barajar (sí, además de la mano lee las cartas).

El spinning mental que implica la asociación libre de imágenes deja exhausto en las primeras estaciones de Atlas al individuo no habituado a pensar por gusto. A lo mejor, alguno abandona por parecerle inabarcable. Sin embargo el efecto que se produce al avanzar es el mismo que al apagar la luz de la habitación, cuando se va perdiendo gradualmente la ceguera inicial. Aparecen sutiles los lazos que unen las cosas y a la altura de la Medusa de Williams comienza un atrevimiento infantil a inventarse el sentido de todo aquello, leer la Acera de Matta-Clark, desear llevarse a casa el Malecón de Smithson como un mapa del tesoro… ¡Ah, la dulce irreverencia de rostro tan olvidado!

Al doblar una esquina del laberinto, se da de bruces con la guerra que transcurría dentro de la cabeza de Heartfield mientras fuera Hitler perpetraba su estrategia. Inquieto, el individuo se aleja con las batallas imaginadas a partir de fotos recortadas.

De golpe, la vida nuevamente, en forma de deseo, hedonista, gestual y voluptuosa, hay que permitirse armar el apasionado Monstruo de Frankenstein ¡mejor el de Ghérasim Luca! Paladear lentamente Le Phenomène de L´extase para darse el gusto de borrar la línea entre erotismo y religión. O reescribir más perversamente Freak Orlando.

Luego el cúlmen en punta de navaja. Era de preverse que en algún momento el Titán flaquearía en mantener separado el cielo de la tierra, los astros de los hígados. Todo confluye sublimemente en el Rito al arrodillarse para besar el pie del santo, de bronce.

El individuo ya es otro, ha jugado con las imágenes y ellas con él. Se lleva la mente repleta y le pesa, porque Atlas continúa allí. Afortunadamente, a diferencia de Alex después de una sesión de Ludovico Technique, podrá seguir disfrutando la música clásica (y a lo mejor ni le cause nauseas la violencia).

jueves, 23 de diciembre de 2010

Locura y cordura

Li Xin
La exposición Atlas en el Museo Nacional, Centro de Arte Rina Sofía ha atraído bastantes visitantes. En ese mundo laberíntico, intrincado de imágenes, vídeos, dibujos entre otros, parece que sea una locura, ¿qué es lo que nos quería transmitir Aby radicalmente?

Aby Warburg(1866-1929), autor de la reciente edición del insólito y legendario Atlas Mnemosyne, como descendiente de banqueros judíos de Hamburgo, vendió su derecho de primogenitura por una biblioteca. Que, desde hace 77 años, afianza el Warburg Institute de Londres, uno de los más grandes focos de estudio del arte en el mundo.

La biblioteca de AW es más conocida que sus escritos, y él mismo más conocido que leído. Se repiten sus tópicos sin mayor calado a veces que el de su rotunda sonoridad: "espacio de pensamiento", "formulaciones del pathos", "reservas psíquicas de energía", "ondas mnémicas", "ninfas extáticas", etcétera. Se le conozca bien o no, hoy se le cita para todo, su revival como punto de referencia de última modernidad es impresionante: no sólo como teórico del arte, ni sólo como teórico de la historia del arte, sino como teórico de la imagen y de los medios en general. Se le ha olvidado muchos años. La biografía intelectual de Gombrich, de 1970, comenzó a rescatarlo. La reconstrucción de los tableros de Mnemosyne y del edificio original de la biblioteca en la Heilwigstraße de Hamburgo en 1993, así como el inicio de la publicación de sus obras completas en 1998, señalaron, con la iconic turn, su definitiva resurrección casi 70 años tras su muerte.

"No estamos ante el estudio superficialmente formalista de la evolución estética de las formas, sino ante la búsqueda profunda de los fundamentos psicológicos e internos de la creación artística, ese 'intrincado subterráneo de raíces' que el historiador encuentra en el estudio del gesto patético", resume Fernando Checa, ilustre artífice de esta magnífica primera edición española de Mnemosyne.

En un mundo en el que ya no hay prácticamente ningún dato relevante para la comprensión científica de la realidad que no sea imagen. En el que de hecho se produce un desplazamiento general de la información lingüística a la visual, de la palabra a la imagen, del argumento al vídeo. O del tiempo al espacio. Lo que hoy se llama museo virtual, un banco de datos o red de mapas que recoja cualquier fenómeno que pueda llamarse estético y justificarse como tal, es warburgiano: el atlas de AW, tiene una estructura dispositiva semejante a una página de Internet y un diseño de montaje narrativo posmoderno, superador de los grandes relatos cosmovisionales de antaño.

La verdad es que Warburg no está desde siempre tan conocido como Nietzsche o como Freud, o como Max Weber, compañero de generación, siquiera como Ernst Cassirer, que perteneció a su estrecho y elitista círculo (en el que, por ejemplo, no se admitió a Walter Benjamin a pesar de sus intentos). Dado que fue un estimulante de la cultura tanto o más que cualquiera de ellos. O sí se comprende: AW es incluso más complejo y no escribió tanto. Lo suyo no fueron las palabras sino las imágenes, una experiencia espacial-figurativa del pensar fruto de real contacto con objetos: dibujos metafísicos, rituales de los indios hopi; legajos astrológicos, santorales, manuscritos ilustrados; junto a materiales clásicos de investigación en historia del arte utilizó sellos, alfombras, panfletos, postales, carteles publicitarios, páginas de libro, recortes de periódico, fotos de prensa; medios populares, móviles y reproducibles que mejor aseguran la supervivencia de las formas y sus energías intrínsecas, como bien dice Mathias Bruhn.

Como él iba a la búsqueda de las fuentes del arte o la cultura, búsqueda que comporta en ese sentido la de la memoria de la civilización europea, la de nuestro imaginario cultural o la del inconsciente colectivo en general, si se quiere. El Atlas Mnemosyne (1924-1929) es en principio un buen itinerario para todo ello, con estaciones de ruta donde también aparece España.
Hay que insistir en su búsqueda. Se dice que cada página de sus publicaciones corresponde a quinientas manuscritas, miles de notas y cientos de libros leídos. Un "historiador al borde de los abismos", como lo llama Didi-Huberman. O, como él mismo dice, "un sismógrafo del alma sobre la línea divisoria de las culturas". En la tensión entre los dos polos de la vida: "La energía natural, instintiva y pagana, y la inteligencia organizada". Entre fórmulas sabias y sensibilidad doliente, Burckhardt y Nietzsche, racionalidad y temores primigenios, "matemática y demonios", cordura y locura.

Fue la idea salvadora de AW ante las dificultades de poner por escrito su complejísimo mundo. Como una historia del arte o historia de la cultura sin texto posibilita verlas examinando multitud de imágenes a la vez, ya con la idea revolucionaria además de que no es necesario observar originales. Fue su modo de localizar el pensar en un espacio visual dinámico siempre cambiante, mudable, en una aventura exegética siempre abierta, infinita, como un desafío también al supuesto orden del tiempo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

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ELE E

EL PODER DE LA CONTEXTUALIZACIÓN

La ensayista y novelista estadounidense Susan Sontag dijo una vez que “la fotografía es un rito social, una defensa contra las angustias y un instrumento de poder”.

“Una defensa contra las angustias”, esta frase podría servir como definición de las dos exposiciones que se encuentran imbricadas en la Galería Oliva Arauna por el origen neurálgico-social de Alfredo Jaar, pero diferenciadas en el contexto, el fondo y las formas, aunque estén instaladas en un mismo hecho: la fotografía. Todo gira en torno a ella, y lo que ella puede significar, ya sea sus letales repercusiones morales o los efectos que provoca sobre el espectador.

Entrar en una galería implica una liturgia íntima al posarse delante de la obra de cualquier artista, ver primero y observar segundo alejado de convencionalismos y preceptos, buscando con una cierta lógica de desesperación la contextualización de lo que estamos viendo. En este caso, la contextualización viene dada por un texto impreso. Vemos unas fotografías de escasas dimensiones y enseguida acudimos al papel para que nos aclare de quién se trata y, por consiguiente, de qué se trata; son tres mujeres con un mismo nexo en común: la defensa de los más desfavorecidos. Las fotografías (Three Women) recogen los rostros de la birmana Aung San Suu Kye, la mozambiqueña Graça Machel, y en una sala posterior, la hindú Ela Bhatt.

El bello orden espacial de las fotografías, de tamaño reducido y focalizadas nos lleva a una primera impresión de desamparo mediático, inversamente desproporcional a la labor que realizan estas mujeres en pro de los derechos humanos y de un mundo mejor. Seguramente, un alto porcentaje (incluido el que escribe) tuvo que echar mano de la explicación impresa para saber de quién se trataba alguna de ellas, una lástima.

Esta sensación de marginación mediática nos lleva a una irremediable levedad del sonido de estas tres defensoras de las injusticias sociales, relegadas al ostracismo de esos focos que las iluminan.

La disposición de la exposición no es casual y contiene un halo de maldad sana, ya que nos quiere adentrar al tema principal de “The Sound of Silence”, pasando previamente por unos fluorescentes dignos de la ceguera instantánea. Y ahí está, una video-proyección contextualizada en la figura del fotógrafo sudafricano Kevin Carter, irremediablemente vinculado a su celebérrima y trágica fotografía. Desde el mismo momento en que se dio a conocer la fotografía, han diluviado centenares de críticas y comentarios tanto a favor como en contra que llevaron a Carter a extremos opuestos de los paralelogramos del odio y del amor. De ganar el premio Pulitzer, a suicidarse.

La video-proyección trata de humanizar la figura de Carter contándonos parte de su vida anterior a esa fotografía. Su desacuerdo con la política del Apartheid y su defensa de los negros que le llevó a dejar el ejército y a convertirse en fotógrafo. Y de cómo conoció el lado más terrible de la condición humana fotografiando guerra y hambre. Jaar, al igual que hiciera Robert Capa en la Guerra Civil se posiciona del lado más débil, y de forma poética habla de Kevin, Kevin Carter y de cómo un alma sensible sucumbe a su propia suerte.

Pero, ¿dónde está la línea informativa, dónde estriba la diferencia del ser o estar, dónde la objetividad y dónde el intervencionismo del periodista que observa una guerra, el hambre, la muerte?, ¿no tuvo que sacar la fotografía?, ¿cuántas muertes, cadáveres o gentes con inanición en el mismo instante en el que su trabajo se convirtió en presenciar el hecho, mientras aplicaba unos determinados conocimientos visuales del entorno y ejercía una presión sobre un botón hicieron falta para que el término “cotidiano” invadiese todo lo que fotografiaba, y así, determinar la perspectiva suficiente para que no fuese consumido por lo que vio? Son preguntas que habría que hacerle a Sebastián Salgado, J. Natchwey, R. Facelly, K. Bernstein o al propio Kevin Carter para saber su grado de implicación en lo que hacen.

La video-proyección trata de humanizar la figura de Carter pero, ¿hace falta esa humanización? ¿la humanización de la figura es una disculpa a la fotografía?

Javier Ossorio Parra

Una denuncia poética

Juliana Correa

Kevin, Kevin, Kevin Carter. Un personaje que aparece con nombre y apellido pero que después del viaje que propone Alfredo Jaar a lo largo de su vida, se convierte simplemente en Kevin, un ser cercano.

El artista va conduciendo al espectador a través de la existencia de este fotógrafo sudafricano galardonado con el Pulitzer en 1994. Los textos se suceden unos a otros de una manera fría y sistemática, pero lo que cuentan es la realidad de un mundo convulsionado: violencia, asesinatos, intolerancia, hambruna, muerte.

A lo largo de su trayectoria artística, el artista chileno Alfredo Jaar se ha valido en muchas ocasiones de la fotografía como medio de expresión. En sus propuestas, la fotografía, además de denunciar, le ha permitido reflexionar sobre el poder de las imágenes como tal.

El espectador entra a esta caja de 128 metros cúbicos cuando la cruz se pone en verde y queda expuesto y vulnerable. Estamos en la antesala de la muerte. Una caja fría y vacía que nos aísla. Un espacio para la catarsis. Es evidente, que en este lugar va a suceder algo que no va a dejarnos indiferentes.

Ese segundo que antecede a la aparición de la foto es marcado por un flash que enceguece momentáneamente. Un recurso que Jaar sabe usar en el momento preciso y que logra el efecto esperado, sorprender al espectador. Quizás una ligera recompensa a su morbo, porque esa es la imagen que ha estado esperando ver.

Y ahí está, por fin, la foto famosa: la niña famélica y el buitre que la acecha con paciencia. La imagen ganadora del Pulitzer, la que marcó la carrera de Carter y también su desgracia personal.

¿Por qué Carter permaneció estático frente a la muerte que se aproximaba a la niña, por qué espero 20 minutos a que el ave abriera sus alas, por qué no la llevó a donde estaba la comida? Esas son las preguntas que quedan retumbando en nuestra mente después de ver esta videoinstalación.

Pero hemos visto los dos lados de Carter. Un ser humano que fue capaz de pasar a la acción –defendió a un negro durante el régimen del Apartheid- y el que quizás endurecido e inmunizado por la tragedia misma, permanece inmóvil ante una niña a punto de morir.

Jaar es hábil al no excederse en artificios sensibleros. No hay música de fondo. No hay sonidos. Los textos son limpios y precisos. La fuerza está en el silencio, en la situación a la que ha llevado al espectador que está inmerso en esa caja, en medio de la oscuridad, y que no puede más que aproximarse a la vida de este fotógrafo que se resistió a seguir viviendo porque “el dolor de la vida supera la alegría”.

Jaar logra despertar en el espectador varios matices de sentimientos hacia Kevin Carter. La compasión, la solidaridad, la desesperanza, la tristeza, el rechazo, la censura. Es inevitable no juzgar al fotógrafo. ¿Pero quiénes somos para hacerlo?

Jaar ha sido un artista comprometido, que busca cuestionar, agitar un poco las conciencias y sacarnos de esa zona de confort en la que ignoramos el dolor del otro. Él alguna vez señaló en una entrevista, a propósito de su exposición Hágase la luz, (en la que puso en cajas fotografías del genocidio de Ruanda) que no es que la imagen haya perdido su poder, sino que ya no nos conmovemos ante ella.

El sonido del silencio se configura entonces como una videoinstalación con múltiples lecturas y que genera varias reflexiones como la ética en la labor periodística, la indiferencia de los seres humanos, las posiciones que asumimos frente a la realidad y sobre lo injusto y cruel que puede ser el mundo en el que vivimos.

El artista no deja de subrayar con cierta ironía que el dolor se puede vender y comprar al recordarnos que Corbis, propiedad de Bill Gates, adquirió esta fotografía. ¿Qué es una imagen en un catálogo, al lado de millones de imágenes disponibles para la venta? Jaar la ubica en un contexto lleno de significado y se vale del arte para que no pase inadvertida.

‘The Sound of Silence”

La exposición “The Sound of Silence” es indudablemente una meditación sobre el fotógrafo Kevin Carter y su obra. En una nota más profunda podríamos decir también que de su obra se derivan consideraciones tanto éticas como estéticas. La forma en que Alfredo Jaar narra esta historia y a los elementos que este acude para presentarlos la vida de Kevin Carter de una manera verdaderamente única y especial invita indirectamente a reflexionar sobre el aspecto técnico, histórico y artístico de la fotografía como tal. Se hace, a través de la exposición, un elogio a la fotografía como medio tecnológico y artístico y a su capacidad reveladora de los hechos. Se hace además un appel a dos valores que suelen ser atribuidos a ésta: el valor exhibitivo y el valor cultual. El primero: el valor exhibitivo esta ya implicado a priori: por la naturaleza propia de la fotografía y la reproducción técnica que esta implica. En su obra, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin afirma que “el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la línea al valor cultual; pero que éste no cede sin resistencia ya que ocupa una última trinchera que es el rostro humano”.[1]
Aunque en este caso no se puede hablar concretamente de “un rostro” (en la fotografía que realiza Kevin Carter el sujeto, la niña, se encuentra en “posición fetal” mirando hacia el suelo) el valor exhibitivo no supera al cultual. No lo supera por la propia presencia de la pequeña en la imagen. Según Benjamin, “[…] cuando el hombre se retira de la fotografía, se opone entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultual”.[2] Resulta más increíble aún que, a pesar de la ausencia del rostro, existe en esta imagen una presencia inmanente de lo que Benjamin llama: “el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos”. La sensación que la imagen produce en el espectador es indiscutiblemente aquello que hace de esta fotografía una verdadera obra de arte--una obra maestra.
Alfredo Jaar juega interesantemente con todas las piezas de la historia de Kevin Carter. Jaar coloca las piezas de una forma original y artística logrando realizar a través de la instalación, su propia interpretación. El artista es capaz de manipular al público a través de varios elementos que incorpora como parte de su obra. Entre estos podemos mencionar el efecto que este logra al proyectar repetidas veces el nombre “Kevin” o “Kevin Carter” o la forma y el “ritmo” con el cual se proyecta el texto en la pantalla. Resulta de igual modo interesante el hecho de que la imagen de la pequeña aparece por muy poco tiempo y que en el momento de su aparición somos casi cegados con una luz que simula un “flash”. Al hacer esto, Jaar logra “invertir a los sujetos”: el espectador se convierte momentáneamente en el objeto a “capturar”. Este cambio repentino que simula el artista despierta una conciencia crítica por parte del espectador. Lo transporta a la dura realidad que pasan millones de niños diariamente: la hambruna y a causa de esto, la muerte.
Mediante el silencio que caracteriza esta exposición se lanza un grito, una llamada a la humanidad—a la concientización del ser humano. Se intenta reclamar justicia. Aprendemos que el silencio a veces vale más que las palabras; y que dentro del silencio propio se pueden hallar los gritos más desesperados de la humanidad. El artista es completamente capaz de conmovernos “en silencio”. Se podría decir que entre medio del fotógrafo y el sujeto existe un silencio mediante el cual se produce un grito alarmante. Se cuestiona la integridad del individuo, es decir, del fotógrafo frente a la inacción. Muchos se preguntaron porque este no ayudo a la niña. Se le llego a referir como “el otro buitre en la escena”, como “depredador”, depredador que espera al momento perfecto para “capturar” el sufrimiento y la agonía de la pequeña. No obstante, aquí entrarían otras reflexiones o consideraciones como lo son: la labor artística y profesional del fotógrafo. Nos preguntaríamos: ¿Hasta qué punto se separa lo profesional o lo artístico de lo ético y moral? El fotógrafo tiene que pensar “visualmente” una vez se enfrenta al sujeto que desea retratar. Es decir, tiene que saber separar la parte sentimental de su labor profesional para realizar la toma “perfecta” pero ¿Hasta que punto?
La gran capacidad artística y creadora de Alfredo Jaar se entiende a través de la propia naturaleza de su obra. Es un gran artista por lo que logra. Es decir, no solamente logra que su obra emane belleza estética si no que lanza a través de instalaciones como estas, y un grito de denuncia utilizando su propio “lenguaje artístico”. Su obra mueve conciencias y exige indirectamente la acción y la reacción por parte del espectador. Es precisamente el carácter ético, propio de su obra, lo que da gran valor a esta exposición.

[1] Walter Benjamin: Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989. p.7.
[2] Walter Benjamin: Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989. p.7.

Andrea Sofia Garcia Toro

The Sound of Silence



Rebeca Pérez de la Torre.



Quizás si que hay sonido en el silencio. Tal vez existe únicamente en esta videoinstalación de ocho minutos de Alfredo Jaar. El ruido de unos focos y quizás el rumor de tu voz al sobresaltarte cuando éstos se ponen en funcionamiento, sería el sonido del silencio.

Jaar hace un breve repaso a la vida de Kevin Carter, fotógrafo americano que realizó unas de las imágenes más crudas, reflejo de la hambruna de Sudán en los años 90. Captura la imagen de una niña desnutrida bajo la mirada acechante de un buitre; la foto es publicada siendo Carter el centro de atención de los medios. Al no poder contestar a aquellos que le preguntaban insistentemente sobre qué fue lo que pasó con la niña después de ser fotografiada y tras un mes de críticas sobre este hecho, se suicida.

A lo largo de esta proyección toda la información que recibimos es mediante frases que van pasando en secuencias, repitiendo en varias ocasiones de manera muy insistente, el nombre del fotógrafo. Pero Jaar, no ha querido que reflexionemos de nuevo sobre lo que significó y significa la foto en sí - reflejo del hambre, desigualdad, pasividad del individuo frente a los problemas de los países subdesarrollados - sino que sería una reflexión de cómo la sociedad se vuelve cada vez más hipócrita, ya que después de de todas las críticas a su actitud insolidaria hacia la niña, se hace negocio, todavía hoy, con esta imagen. Y Jaar, ¿ ha hecho negocio?, ¿hubiera sido lo mismo realizar Sound of Silence, sin la polémica foto de Kevin Carter?

La fotografía periodística es un documento gráfico, un medio por el cual recibimos, en muchas ocasiones, más información que por cualquier otro medio. Carter presentó la fotografía para dar a conocer la situación de Sudán, con la peculiaridad de que detrás de la cámara no sólo había un reportero, sino que había un gran fotógrafo; Jaar, hace otro uso de ella, y es la de crear con este hecho, una obra de arte, un arte reivindicativo, un arte actual. Dice Walter Benjamín que «la obra de arte se convierte en una imagen con funciones completamente nuevas, de las cuales aquella de que somos conscientes, es decir, la artística, se perfila como la que en el futuro podrá ser considerada marginal.». Sound of Silence sería un claro ejemplo de esto. Jaar dejaría en un segundo plano la función artística, para convertirla en una obra principalmente reivindicativa. No se pretende que el individuo se deleite ante ella, sino que el individuo piense. Jaar justo antes de proyectar la imagen enciende los focos, instalados frente al espectador, provocando desconcierto y sobresalto, oyendo en ese preciso instante el sonido del silencio, y no prestando por lo tanto atención a lo que inmediatamente después se proyecta: la foto. Tal vez, no quiere que ésta se convierta en el centro de atención de la obra y es por ello que desvía nuestra atención en ese momento, a sobreponernos del sobresalto; pero la utiliza.

En una exposición de 1994 titulada Real Pictures, sobre la guerra civil ruandesa, Jaar no muestra ninguna de sus fotos. Entonces ¿porqué aquí si que muestra la foto de Carter? La utiliza quizás, para hacer una crítica a esta sociedad, donde se critica a los demás pero no a uno mismo. No pretende una reflexión únicamente sobre los países subdesarrollados, donde no se puede cambiar la situación, aunque sí mejorarla, como sería el caso de las tres mujeres que presenta Jaar en esta exposición, sino una reflexión sobre los países desarrollados; una reflexión de cómo esta sociedad se comporta ante un hecho como el sucedido a Kevin Carter donde se pasa de la gloria a la desgracia, donde prima la hipocresía y lo falso. Y porqué no, quizá la suya propia…

miércoles, 15 de diciembre de 2010

E(sté)tica

Que todo acto estético es al mismo tiempo una actitud ética (que aquí se entiende como manifestación del ethos) está muy claro, una vez que el arte presupone que haya una forma exterior que en cierta manera traduzca una forma interior - cierto contenido o intención.  No es posible que un artista, al crear formas y objetos (cuadros, textos, películas, et cetera), no imprima en tales objetos sus propias preocupaciones, creencias, anhelos. Sin embargo, lo que no es tan evidente es el límite entre el papel del artista- el esteta creador- y del hombre mortal, que sufre y que tiene que reaccionar frente la realidad, muchas veces devastadora y cruel.
                En “The sound of silence”, Alfredo Jaar utiliza la biografía del famoso fotógrafo sudafricano Kevin Carter precisamente para proponer una reflexión sobre cuándo termina el arte y empieza la realidad, y los problemas morales que enfrentan artistas como Kevin, cuya obra se hunde indisociablemente a una hambruna y una miseria muy reales.
Para ello, primeramente crea dos espacios distintos, un exterior y un interior. Esta relación entre dentro y fuera es marcada por la dicotomía claro/oscuro. El interior – el espacio conocidamente propicio a la reflexión y el pensamiento- es una sala oscura, dónde se proyecta un texto que nos da, poco a poco, datos de la vida de Kevin. Su nombre es repetido diversas veces como ecos silenciosos. Mientras que en el espacio interior predomina la oscuridad, el espacio exterior presenta una pared que emana una luz tan intensa que nos ciega. Pasamos por esta pared de luz muy deprisa porque su claridad, que nos ofusca, nos resulta muy incómoda.
Como esta pared, el mundo real constantemente hiere nuestra sensibilidad; muchas veces es casi imposible mirarle directamente porque hace con que nos duelan los ojos. Apenas cuando somos invitados a entrar y reflexionar, protegidos por la oscuridad de los filtros que creamos a nuestro rededor – el arte, por ejemplo - , la realidad se nos torna soportable.
En este contexto Jaar elige una única, asombrosa, foto de Kevin para enseñarnos: una niña muy débil observada por un buitre. Pero no lo hace sin antes sacarnos de la comodidad de la penumbra – un flash, inesperado e intenso precede la foto, trayendo la realidad exterior (la luz que ciega y hiere la sensibilidad) a nuestra zona de conforto.
Esta foto en particular, al mismo tiempo en que proporcionó a su autor fama y premios, le rindió muchas críticas negativas; una en especial decía que él también era un buitre por no actuar frente a tal atrocidad. Interesantemente, Jaar nos da detalles del encuentro de Kevin con esta niña, una pequeña narrativa regresa al momento cristalizado en la foto.
El fotógrafo Kevin Carter esperó 20 minutos para que el buitre abriera las alas mientras una niña famélica luchaba contra su propia debilidad. Y lo hizo porque sabía que la foto seguramente sería más impactante de lo que todavía es, porque tendría más fuerza simbólica de la que todavía tiene. Sin embargo, nos cuenta Jaar que después de ahuyentar al ave – que al fin no abrió las alas -, Kevin Carter se sienta bajo un árbol y llora.
 En el caso de Kevin, el choque entre estas dos facetas (su percepción en cuanto artista y en cuanto ser humano) es tan intenso que lo lleva al suicidio, como nos cuenta Jaar. Mientras el dolor de tantas visiones tales como la niña y el buitre lleva su creador a la muerte, en la actualidad esta imagen (como tantas otras de contenido similar) se encuentra catalogada en una grande agencia, y por tanto goza del mismo status que cualquier otra foto que ahí se encuentre. No es más que una imagen cualquiera. Alfredo Jaar con ¨The sound of silence¨ hace un alerta contra la banalización y cosificación de obras como esta. Y con eso da una respuesta a los críticos de Carter. ¿Podría Carter haber hecho mucho más por esta niña que salvarle de su inminente predador? ­ ¿Es él el culpable de que escenas como estas se produzcan en nuestro mundo? ¿Es él el segundo buitre?
De acuerdo con Alfredo Jaar, seguramente no.

Raquel Pedrao Dommarco

The consciousness wash-machine

Elisa Rodríguez M.

Alfredo, Alfredo, Alfredo Jaar. Impecable instalación: “The sound of silence”.

Después de ser convenientemente ungido por la Gran Luz y adoctrinado por el castrense “rojo, 3, 2, 1, verde, ahora!” se interna el espectador (ya a sabiendas de que pisa un terreno no-propio) en la oscuridad, que presiente, que conoce el artificio pero ignora el momento de la sorpresa. Entonces se le da el medio minuto justo para escuchar el espacio austero y adivinar la pantalla, acechar en pose mental depredadora la imagen que vendrá.

La imagen que no llega, porque en su lugar hay frases y parpadeos agonizantes y entre unas y otros dan minuciosa cuenta de la historia lamentable y cotidiana de un individuo, uno de tantos suicidas fracasados, disc jockeys sin empleo, un obligado más a militar en causas aborrecidas. El individuo que compartía con Mike Wells o Héctor Rondón el vicio de estar, ver y mostrar.

Y entonces llega el turno para empatizar con ese desconocido, 3, 2, 1...

Cuando la lástima ha anegado el corazón al sujeto, se le plantea el dilema de la negación del ser, de la anulación de la vocación, en pos del “do the rigth thing”, como si tal utopía fuera posible. Si la niña exhalaba su último aliento o si estaba defecando es irrelevante, el demonio al que había que espantar era el buitre y así salvar el mundo (está claro), llevando en los brazos esos poquitos kilos de miseria a que murieran fuera del lente, lejos de la mirada bidimensional de aquellos virtuosos personajes que, para cumplir con su loable misión matutina, llamaron indignados a preguntar al New York Times por la suerte de aquel infante, que de no haber sido por Kevin Carter ni se sabría que era de sexo femenino.

Luego el Pulitzer y el suicidio, esta vez eficaz.

El espectador cavila sobre la nota póstuma sin ser informado de que hacía unos días había muerto en su ley otro miembro del Bang-Bang Club, el mejor amigo de Kevin, Kevin… y ya ha olvidado que será sorprendido cuando lo es.

Y aunque con los ojos heridos por el fogonazo, morbosamente desea más segundos de imagen.

Después todo se sucede como en una cascada, de la fiducia de la hija de Carter a Bill Gates, con un efecto sutilmente vertiginoso de aceleración de las últimas frases, para que al salir nuevamente a la luz mundana pueda rumiarse el final, permitir al espectador flagelarse por dar aun menos importancia al manejo económico de la foto, que es donde “debe” sentirse la verdadera “culpa”.

Puede ser que el espectador salga totalmente decidido a aportar 15 euros mensuales (para siempre) a Intermon Oxfam, puede que sólo se seque las lágrimas y después de comentar la historia a su pareja lo olvide. Puede que llegue a cuestionarse si es Jaar buitre de Carter, o puede simplemente recordar que odia a Simon and Garfunkel.

Silencio de luz

Él entra al museo. Le gustan las luces. Mejor, le fascinan las luces. Se fija, nada más llegar, en la gran cascada de luminosos instaladas en una sala. Recibe información de una guía que la exposición empieza por una videoinstalación al fondo de la galería y que tiene que aguardar a que la luz de la sala se ponga verde para que él pase. Obsesionado, sólo es capaz de mirar las luces desde el pasillo. Se acerca a ellas, se detiene un minuto admirando la instalación. Siente el calor de los fluorescentes. Camina hacía la sala indicada. Y una vez en la puerta, todavía piensa en las luces. Un fino hilo de leds se pone verde a la entrada de la sala y él pasa. Sólo. Se concentra en la contrastante oscuridad de la cámara. Empieza el vídeo. Lee atentamente la historia de Kevin Carter, punto a punto. Muchas sensaciones le visitan, pero el impacto del flash es único. Le deslumbra y le permite, paulatinamente, volver a ver la polémica foto de la niña famélica. Una vez terminado el vídeo, él se retira de la sala, camina hacía la salida, no sin antes admirar otra vez e incluso sacar una foto de las luces deslumbrantes. En la calle, su única ofuscación es: “creo que por aquí había un restaurante japonés estupendo…”

En mi opinión, visitar galerías y observar la gente de su interior es un objeto de estudio admirable y consolador para uno mismo para entender la sociedad y el arte.

En este caso que se presenta en la Galería Oliva Arauna, es necesario señalar la coexistencia de silencio y luz, y reconocer, en este último punto, sus diferentes formatos: la luz que ciega, la luz que incita, la luz que asusta y la luz que, por fin, registra. Eso quiere Alfredo Jaar: explicar que la apertura del obturador es más que plasmar una imagen. Es muchas veces silencio.

La exposición recuerda a Kevin, [pausa] Kevin Carter, hombre y fotógrafo. Sí, señores, un minuto de silencio por esta persona que enfrentó lo más duro de una sociedad en su limite y sobrevivió muchas veces a todo lo que le rodeaba y sobretodo, a él mismo. Un día fue capaz de asustar a un buitre y darnos un flash en toda la cara, revelando una imagen impactante de una criatura, casi sin luz, luchando, como él, contra todas las adversidades del mundo. Pero no fue más capaz de recordar sus alegrías, que según él mismo eran menores que su dolor., sobre todo tras tantas polémicas hacía la responsabilidad que tiene un contador de historias en salvar vidas.

Al otro lado de la galería, Jaar nos presenta “Three Women”, tres pequeñas fotos de tres mujeres, activistas y luchadoras por los derechos humanos en India, Burma y Mozambique, verdaderas salvadoras de vidas, en representación proporcional a la importancia que los medios de comunicación dan a estas noticias. La obra tiene todo el sentido unida a la videoinstalación y al pasillo que ofusca y separa una sala de la otra.

Es válido recordar que Jaar también es fotógrafo de denuncia social y, como Carter, enfrentó una dura depresión tras su paso por Ruanda en 1994. En este viaje plasmó el horror del genocidio con más de 3.000 fotografías, que según él, no estábamos preparados para verlas, porque se ha perdido la capacidad de conmoverse. Es lo que reafirma con esta exposición. El horror es más ameno si nos entretenemos con lo que brilla y polemiza a su alrededor. Jaar también es un transmisor de hechos y no busca un ajuste de cuentas con su conciencia. Sólo intenta educar la mirada de una manera más humana, aunque haya muchos focos iluminando diferentes opiniones.

Monalisa Rigo Sánchez

000/295711.00

Paula Muñoz Rodríguez



No somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad’ (Tres Guineas,Virginia Woolf)


El desgastado cliché de que una imagen vale más que mil palabras queda en entredicho durante los ocho minutos que dura la videoinstalación 'Sound of Silence' que Alfredo Jaar (Chile, 1956) expone en la Galería Oliva Arauna con la que lleva colaborando 20 años. Ocho minutos durante los que la profundidad de lo expresado se cuela entre las entrañas de quienes asisten a la exposición. ¿Qué entiende el espectador si le presentas una fotografía sin contextualizar? Jaar proyecta esta y otras preguntas en unos cuantos metros cúbicos concebidos expresamente para la catarsis y la reflexión.


Desde el mismo momento en nos adentramos en la galería y una luz intensa nos ciega, marcando la línea divisoria que imprime en nosotros la sensación de haber traspasado la realidad para sentarnos frente a ella -en una perspectiva completamente externa-, algo hace prever que después de la experiencia nuestro cuerpo no se sentirá igual. La cuenta atrás que marca los tiempos del video tampoco ayuda a que la mente se relaje y no deja de estar alerta.


Kevin. Kevin Carter. A través de una letanía de frases que son flechas para el espectador, Jaar nos sumerge en la vida del fotógrafo sudafricano y el efecto que provocó su obra más famosa -ganadora del Pulitzer en 1994- en la que una niña hambrienta es acechada por un buitre. Con ella asistimos a una dicotomía que, lejos de ser excepcional, se repite casi a diario. Es aquella en la que nos sitúan los medios de comunicación todos los días, aquella con la que nos sentamos a comer y a cenar, con la que nos tomamos el café todas las mañanas. Susan Sontag señalaba en su ensayo ‘Ante el Dolor de los Demás’ que ‘ser espectador de las calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad’. Creo que el artista, con esta propuesta, hace frente a esa dimensión a la que irremediablemente -y por inercia- nos hemos acostumbrado. Un tema que no es nuevo para el autor, y que ya reflejaría en los trabajos Proyecto Ruanda (1994-2000) y El Lamento de las Imágenes (2002) en los que hace también un ejercicio de representación a través del que quiere, como él mismo ha señalado, devolver a las imágenes ‘su capacidad de conmover, de infundir respeto’.


Al final de la sesión pesan las emociones pero, sobre todo, pesa el vacío. Un silencio que grita que hoy la fotografía que marcó la vida de Karter y le persiguió hasta su muerte no es más que un número y, en vez de hacer la función de la ‘parte por el todo’, se queda en eso, en una parte. Los medios se preguntaban a voz en grito qué pasó con la niña protagonista de la fotografía pero pocos artículos reflejaron el contexto que generó esa realidad. Hoy, lo que nos queda es el número de asignación 000/295711.00, aquel con el que la Agencia Corbis -propiedad del multimillonario Bill Gates- ha clasificado la instantánea.


Alfredo Jaar continúa por lo tanto, en Sound of Silence, con esa línea comprometida que marca el sello inconfundible de todos sus trabajos. Una línea que ofrece una mirada distinta, violenta y acusadora, profunda e intensa que deja al espectador a un abismo de la indiferencia.


Silencio para el sonido, silencio para dar voz a la realidad.


De fondo y camino del metro, mientras uno se pone el abrigo y las voces de la calle rompen el ensimismamiento, resuena en nuestros oídos una cuestión... El hombre que ajustó su lente para captar el momento preciso del sufrimiento de la pequeña, ¿se podría considerar igualmente un depredador, otro buitre en la escena? o quizás ¿los depredadores son quienes ven, miran y callan diariamente?



The sound of silence

THE SOUND OF SILENCE

A pesar de la corta duración de la proyección, se podrían escribir páginas enteras sobre el tema. Con esta exposición, Alfredo Jaar intenta mostrarnos con una maestría única su visión acerca del Tercer Mundo. Un tema que todos creemos conocer bien, pero con el que no siempre nos involucramos.

Todo lo que rodea la visita es un aura de misterio. Primero, una luz cegadora que te hace sentir ya desde el principio una extraña sensación. Después, al adentrarte en esa sala oscura con esa gran pantalla, comienzas a sentir un poco de nerviosismo. El autor consigue con este juego de luz brillante y absoluta oscuridad un efecto algo desconcertante en el espectador, gracias al cual es posible mantenerse ocho minutos en el interior con la tensión y la expectativa de que algo extraño va a suceder, porque todo es extraño desde el principio.

A continuación, Alfredo Jaar comienza mostrando mediante frases muy cortas y precisas la biografía de Kevin Carter. A medida que avanza la historia se empieza a sentir un poco de angustia y agobio. Es increíble cómo es capaz de transmitir esas sensaciones utilizando sólo palabras muy concretas y frases concisas. Nada de sonidos. Nada de divagaciones. Y la continua repetición de Kevin... Kevin Carter… que llega hasta agobiar. Y todo ello concentrado en ocho minutos.

Pero la culminación se produce con la aparición de la imagen objeto de la exposición. Esa famosa fotografía tomada por Kevin Carter, que yo nunca había visto y que quizás fue por eso por lo que estaba más expectante. Decidí reservarme esa foto para verla allí, y he descubierto que es el lugar en el que realmente hay que verla, porque si no, esos ocho minutos hubieran sido totalmente distintos.

Pero también son muy importantes los momentos anteriores y posteriores a la visualización de la imagen. Gracias a la introducción, el autor consigue que la tensión aumente durante unos segundos, explicando cada detalle del momento en que fue realizada la fotografía. Como esos veinte minutos de observación del fotógrafo evitando espantar al buitre y a la espera de que éste hiciera algo.

Es imposible intentar comprender cómo una persona es capaz de convertirse en espectador ante una situación como esa. Dejar transcurrir veinte largos minutos sin hacer nada, sólo observando cómo agoniza una niña.

Podría considerarse una metáfora de cómo nosotros, los habitantes de este “Primer Mundo”, pasamos por la vida como espectadores ante esa situación. Sabemos que es algo que está ahí, que la gente muere de hambre a diario, pero nosotros estamos aquí y es lo que nos ha tocado vivir. Sabemos que es injusto, pero no hacemos nada.

Pero no es en este punto clave de los ocho minutos cuando el espectador se plantea este tipo de cosas, porque no es posible pensar con claridad en ese momento. Sin embargo, un segundo después aparece la imagen y es ahí cuando sientes ese enorme vacío y te sobrecoges por completo. Insisto en que el hecho de no haberla visto nunca antes y estar en esa sala oscura completamente sola multiplica esta sensación. Es algo impresionante. Y a la vez deprimente y terrorífico.

A continuación, este sentimiento, aunque no desaparece, se traslada a un segundo plano para dejar paso a la duda y a la indignación. ¿Qué pasó con esa niña? ¿Cómo es posible que un ser humano tuviera la sangre fría de no hacer nada? ¿Y encima le dieron un premio? ¿Qué va a pasar ahora? Automáticamente sientes la necesidad de actuar, de combatir esa injusticia, ¿cómo has estado tan ciego? Te abordan miles de sentimientos y ese pensamiento continúa dándote vueltas en la cabeza durante todo el día, y durante todo el día siguiente y el siguiente. Es muy difícil de olvidar.

La dura y penosa vida de Kevin Carter, el protagonista de la historia, termina en suicidio. Sus ojos habían visto demasiado. Sensaciones y experiencias que el ser humano nunca será capaz de soportar. Pero cuando sales de allí y vuelves de nuevo a la luz, la vida de esta persona no te importa. Sigues pensando en esa niña, y piensas en cosas en las que antes jamás habías pensado. Y decides no volver a comportarte nunca de una manera indiferente.

Alfredo Jaar consigue que nos sintamos vulnerables y nos aporta una cruda visión de ese “mundo” que creíamos conocer, pero que en realidad nos asusta y lo desconocemos por completo.


Carmen Lucas Amate